Noqueado por vocación

Noqueado por vocación
Perico Sosa Bustamante siempre tuvo un sueño, un sueño muy distinto a cualquier otro…

Fue el hijo único de una familia que además de adinerada era muy respetada de La Perla. Sus padres hicieron de todo para que Perico se convirtiera en un súper dotado de la industria o en un mago de la diplomacia y la política, pero con el tiempo el muchacho crecía y aterrados ante la idea de haber procreado un engendro idiotón y tarado, que a los diez años apenas había aprendido a sumar y a duras penas a leer, a pesar que para su adiestramiento habían sido reclutados a los mejores profesores de Lima, y así como los sueños de los Sosa Bustamante se difuminaban, los profesores, uno tras otro fueron renunciando a su buen sueldo, todos desmoralizados, histéricos e incapaces de poder enseñarle algo.

Tenía los juguetes más caros que un niño podría tener, los mismos que lo entretenían con un aburrimiento mortal. Lo único que parecía sacarlo de esa somnolencia era las figuritas del álbum de futbolistas que coleccionaba, pegaba y contemplaba maravillado durante horas con infinita admiración.

Para cuando cumplió los quince años, sus padres acudieron a especialistas – pediatras, psicólogos y psiquíatras – dispuestos a cualquier sacrificio con tal de desimbecilizar a su único hijo. La receta fue que el niño debiera socializar más con otros de su edad y dejar que practicara lo único que lo apasionaba, el fútbol. Para ello su padre mandó a construir una cancha de fútbol en el patio trasero de su mansión, le compró zapatos de marca y uniformes para dos equipos. Sus empleados le informaban que Perico apenas se ponía los zapatos se convertía en todo un muchacho dinámico y sonriente, sus padres al oír esto sonreían de contentos creyendo haber encontrado la solución a la tara de su hijo.

Perico Sosa Bustamante siempre tuvo un sueño, un sueño muy distinto a cualquier otro, era la de estremecer los estadios, pero no metiendo y gritando a toda voz algún gol o haciendo grandes atajadas entre los tres palos, sino arbitrando partidos de fútbol.

Todas las tardes llegaba a la mansión de los Sosa Bustamante, un bus con veintidós muchachos uniformados y listos para pelotear en el estadio privado. Después de varias semanas su padre notó algo muy extraño que ya se había percatado varios días atrás pero que no le había tomado importancia. Perico estaba arbitrando el partido, con silbato en la boca y un par de tarjetas en la mano, corría detrás de los jugadores, cobraba faltas, daba amonestaciones y guapeaba a los malcriados. A pesar que Perico no parecía acomplejado de cumplir esa función, el millonario se enfureció. Tenía ganas de echarle encima a los doberman y darles un buen susto a esos conchudos que habían relegado a su hijo para hacer de árbitro. Se contuvo y sólo les recriminó, para lo cual los muchachos hicieron sus descargos aduciendo que fue el propio Perico Sosa quien siempre se ofrecía a ser árbitro porque le gustaba. Consultó a uno de los mayordomos, quien llevaba la estadística de todos los encuentros que participaba su hijo. De los partidos jugados Perico no había sido jugador en ninguno y había dirigido como árbitro ciento setenta y ocho.

Sus padres llegaron a la conclusión de que algo andaba mal en su hijo, esta vez acudieron a especialistas en otras ciencias – astrólogos y brujos – que después de tantas consultas al zodiaco, conversaciones con los cuerpos celestes y meditaciones ancestrales se dio el veredicto de que el niño se sabía superior a los otros niños, sabía que estaba en otro nivel, no toleraba ser igual a los demás. Prefiere dirigir un partido de fútbol como árbitro que a ser jugador porque es él quien manda, el que domina. En ese rectángulo verde Perico Sosa es la máxima autoridad, jefe supremo de esos veintidós tontolines que corren detrás de una pelota. Después de escuchar esto, se dibujó una inmensa sonrisa en la cara de su padre, diciéndose a sí mismo “Perico será el dueño del mundo” o en el peor de los casos del Perú.

Fue el mismo padre quien muchas tardes, abandonaba su trabajo para ir al estadio privado y apreciar a su hijo como solamente puede observar un león a su cachorro despedazar a sus primeras presas, enfundado en su uniforme negro – por supuesto de marca – que le había regalado, dando pitazos, amonestando con tarjetas amarillas a sus subordinados y con rojas arrojándolos fuera del juego.

Perico Sosa cumplió la mayoría de edad y no quería hacer otra cosa que arbitrar, para estos tiempos él ya dirigía en torneos escolares, división de menores y hasta se dijo que arbitró en el mundialito de El Porvenir – torneo donde jugaban los más malandros de Lima – y en todos se había ganado el prestigio de ser un juez implacable, con una visión infalible capaz de detectar la más mínima agresión a cualquier distancia y desde cualquier ángulo. También era reconocido por su apego y gran conocimiento del reglamento.

Los padres de Perico estaban más que preocupados por su futuro, la propuesta de ir a la universidad fue descartada casi sin pensarlo por el genial réferi. La idea de que aprendiera idiomas fue un rotundo fracaso. Pasaron los años y su padre se llenó de desilusión, lo puso a trabajar en dos de sus empresas, al cabo de poco tiempo, quebraron. El colapso económico de los Sosa Bustamante llegó a su límite y se fueron a pasar el resto de sus días a Estados Unidos, dejando en herencia para Perico sólo una casa en Surco y la mejor de las suertes en su carrera como árbitro de fútbol.

Al ahora ex millonario Perico Sosa le tocaba ganarse la vida arbitrando algunos partidos en la segunda división hasta que llegó el día que nunca olvidaría, el 20 de febrero del 2010, ciudad Iquitos, partido CNI - equipo local - contra Sport Boys del Callao. Si bien fue la fecha de su debut en primera división, la máxima categoría del fútbol peruano, tuvo el penoso honor de haber recibido el peor puntaje por parte de los periodistas de la prensa deportiva local y haciendo historia en el fútbol peruano. Los nervios y la mala intención de los jugadores le jugaron una mala pasada al novel juez. Nunca pudo controlar el partido y quiso dar presencia con tarjetas tanto amarillas como rojas, sacó quince tarjetas amarillas y seis rojas en total, teniendo que suspender el partido por falta de jugadores en uno de los equipos. No tuvo parcialidad en los cobros, le falto personalidad, ya que parecía que los jugadores dirigían el encuentro. Irreconocible y muy lejos de aquel Perico Sosa que era implacable y famoso por su imparcialidad, su rapidez para descubrir la falta y su buen criterio para sancionarla y distinto de aquella autoridad que era dentro de la cancha del estadio privado en la mansión Sosa Bustamante. Antes los jugadores se dirigían a él bajando los ojos, ahora lo pechaban en señal de confrontación. Expulsión tras expulsión los ánimos se iban caldeando dentro del campo y fuera de él. Al referí nunca desobedecido por los jugadores y jamás agredido por los espectadores, ahora las tribunas lo querían linchar, pues lo realizado por Perico Sosa, sin lugar a dudas, fue terriblemente escandaloso.

Los dieciocho mil espectadores que colmaban las tribunas del Max estaban enfurecidos con el juez, le gritaban recordándole a su madre entre otros ataques verbales a razón de lo insólito que eran testigos aquella noche. Desde el fondo más enervado de la tribuna sur saltó a la cancha un tipo - negro, atlético, alto y desnudo cubriendo su corpulencia con apenas un taparrabo, era integrante del grupo musical que amenizaba cada partido de local del CNI y autodenominado hincha más acérrimo del club – dando gritos incomprensibles y al parecer se proponía victimizar al árbitro. El gigante con cara de caníbal asesino corría directamente hacía Perico, antes de que los policías que vigilaban el evento pudieran reaccionar, el negro pudo encajar tremendo gancho de derecha sobre la quijada del indefenso réferi que hizo que su humanidad cayera noqueada al piso como un saco de papas, mientras que la gente gritaba jubilosa como si gritaran un gol en plena final del campeonato mundial.

Perico Sosa despertó con la quijada facturada en el hospital y con unas ganas tremendas de querer estudiar idiomas y cambiar de profesión. Los golpes que da la vida, aquel negro desnudo con cara de maldito logró lo que sus padres en tantos años no lograron, hacer que le interesara otra cosa que no sea el fútbol. Cogió su celular y llamó a sus padres para informarles lo que había sucedido. Su padre al escuchar esto se le dibujo una sonrisa más grande que cuando veía a su hijo devorar con tarjetas a los jugadores dentro de la cancha y se dijo “Perico Sosa Presidente”.