El amor más grande del mundo

El amor más grande del mundo
Pedrito Choquehuanca nació hace cuarenta y cinco años en la ciudad de Acobamba, cuando sus padres lo vieron por primera vez quedaron estupefactos, porque no eran lo que ellos esperaban. Era un bebé que estaba marcado, no había nacido para ser feliz. Su padre Don Ismael Choquehuanca - empresario progresista y más reconocido de la ciudad - pensó que ese niño era un castigo de Dios. Doña Lupita Delgado, su madre, una limeña menuda, altiva, soberbia y muy superficial, preocupada siempre por el qué dirán, sintió vergüenza de su primer hijo. Pedrito con el tiempo se convirtió para sus padres en una mancha imborrable en la reputación de la familia Choquehuanca Delgado, en el tumor canceroso que habría que extirpar y todo esto debido al error genético en él, a su retraso mental.

A los cinco años de edad, Pedrito fue enviado a Lima junto a Mercedes, la empleada doméstica de la casa y la que se convertiría de aquí en adelante en su madre. Pasaron los años y Pedrito fue educado en los mejores colegios de la ciudad gracias a los generosos envíos mensuales de dinero que hacían Don Ismael y Doña Lupita, con la condición implícita de tenerlo lejos, extirpando de esta manera aquel tumor que ponía en peligro la honorable reputación que los Choquehuanca Delgado habían forjado a base de superficialidades. Con el tiempo Mercedes conoció al negro Fidel Santa Cruz, reconocido decimista chinchano, que con su verbo florido y entre buscado logró conquistar a la guapa chola que era Mercedes y adiestrando con mucho facilidad a Pedrito, que se convirtió en todo un dotado para rimar palabras.

Pedrito no era como cualquier niño de su edad, era muy culto y leído, era un muchacho con una nobleza en el alma, pureza de mente, mirada dulce y siempre trataba a la gente con cariño, llamándolos a todos en diminutivo. No tuvo una infancia semejante a la de otros niños del tradicional barrio donde le tocó vivir. Por desgracia o fortuna suya, nunca jugó a la pelota, no se trepaba a los árboles, ni se trompeó en alguna esquina. Se limitaba a observarlos desde lejos, los miraba con ojos inteligentes, los veía divertirse, sudar, crecer y fortalecerse en esas aventuras que a él le eran indiferentes, lo suyo era el arte. Desde muy pequeño se le veía dibujar pequeños dibujos con formas humanas, con el pasar del tiempo y con la práctica retrataba de todas las formas a Mercedes, que gustosa posaba para el joven artista. Al terminar sus estudios escolares, no quiso postular a la universidad, decidió ganarse la vida haciendo lo que más le gusta, retratar y plasmar en cartulina todo lo que otros no podían ver, lo más bello de cada persona. Para esto, entre trazo y trazo de carboncillo dedicaba unas décimas al o la modelo de turno, que instantáneamente dibujaban una expresión de felicidad en sus rostros. Por fin había encontrado una manera de expresar su sensibilidad y una voz para su inspiración.

A base de trazos y rimas Pedrito se convirtió en todo un personaje en el Parque Chabuca, todas las tardes con su banquito, trípode, dotación de cartulinas A-3 y armado de su carboncillo en la mano izquierda se hacía 20 retratos al día, ni más, ni menos. Retrató a personajes famosos, que incluso le pagaban muy bien para que Pedrito les concediera una sesión privada.

Sarita Vilca, vino al mundo hace treinta y cinco años en una fría casucha del cerro más famoso de Lima, San Cristóbal. Era una excelente cocinera, lo heredó de su madre, María Portales, cocinera de dedos mágicos que trabajaba en un colegio religioso, lugar donde Sarita se educó y supo ganarse el cariño de todas las monjitas. ¿Su padre? Nunca se supo de él, solamente que se paseaba por todos los bares de El Agustino y que amanecía tirado en medio de la basura de los mercados. Sarita vivía también con su abuela, Doña Margarita, una mujer muy renacuaja, delgadita, con más arrugas que una pasa. Ninguna de las mujeres con las que se crió Sarita se avergonzó de su retardo mental.

Una tarde de domingo mientras Sarita Vilca paseaba por el Parque Chabuca, en el centro de Lima, un abusivo se le acercó y de forma agresiva comenzó a burlarse de ella. Pedrito Choquehuanca que observaba el espectáculo a lo lejos, se levantó de su asiento y en un acto nunca antes visto en el retratista de famosos, humilló al tipo bajándole los pantalones por detrás, el patán al voltearse se encontró con los ojos de Pedrito, desorbitados de la furia y con los puños convertidos en cañón de misil que dejaron al patán totalmente confundido y asustado sin ni siquiera poder responder, se levantó los pantalones y escapó corriendo a toda prisa casi tropezándose. Así fue que Pedrito vio por primera vez a la mirada más hermosa que se convertiría en su musa para el resto de su vida y Sarita se enamoró instantáneamente de aquel héroe improvisado que la salvo de ese dragón despiadado y abusivo.

A la semana siguiente Pedrito visitó a Sarita en su casa, ella feliz por la visita se esmeró en preparar una rica cena. Sentados a la mesa las miradas entre ambos decían más que las palabras, en el mundo no importaba más que esas miradas. Ella le regaló una flor tallada en una zanahoria y él le dibujó un corazón en una servilleta y con una décima llena de sentimiento le propuso matrimonio. Ella aceptó entre lágrimas y se dieron su primer beso. Doña María al ver la escena no paraba de llorar emocionada. Por otro lado, la chola Mercedes y el negro Fidel llenaron de abrazos y besos a su hijo, fueron los más entusiastas con la organización de la boda.

Un año después vino al mundo el ser que les cambiaría la vida totalmente. Nació Valeria y Pedrito sintió una gran alegría al ver a sus dos mujeres, observó que una lucía pálida, la otra radiante y dormilona, fue lo más bello que pudo ver. Experimentó una sensación jamás sentida. A la siguiente semana ya se había dejado cautivar por la sonrisa de la pequeña Valeria, fue entonces cuando empezó a amarla con locura, su carita y su mirada no se apartaban ni un instante de su pensamiento. Ella se convirtió en su más bella musa, había pintado innumerables cuadros con su rostro, sus ojos, sus labios, sus cabellos y cada poro de su piel se convirtieron en lo más puro y milagroso que había visto. Pasaron los años y Valeria desde pequeña amaba la lectura y como en todo cuento de hadas soñaba celebrar sus quince años como toda una princesa. Un día Valeria le dijo a su padre, “papi, cuando tenga quince años, ¿qué me darás de regalo?" y Pedrito le respondió, “pero mi bonita, recién tienes diez añitos” y ella con inocencia, “bueno papi, como la abuela dice, el tiempo pasa volando”… y era verdad, Valeria ya había cumplido los catorce años y tenía excelentes notas escolares, ocupaba todo el espacio en casa, en la mente y en el corazón de la familia, especialmente en el de Pedrito Choquehuanca, su padre, retratista de famosos y decimista romántico.

Fue un domingo muy temprano cuando los tres se dirigían al parque, Valeria tropezó con algo -al menos eso creyeron todos- dio un traspié, Pedrito trató de detenerla pero fue imposible, a pesar de que el golpe no causó daño evidente, Valeria casi perdió el conocimiento. La llevaron sin mayor preocupación al hospital, pero inesperadamente permaneció allí diez días. El doctor a cargo informó a Pedrito y a Sarita que Valeria padecía de una grave enfermedad que afectaba seriamente a su corazón, pero no era definitivo, había que practicársele otras pruebas para llegar a una conclusión definitiva. Pedrito se sintió devastado, pensando que desde que nació estaba marcado para ser infeliz.

Pedrito al ingresar a la habitación donde Valeria se encontraba reposando, se acercó lentamente como contando sus pasos y con una mueca que simulaba una sonrisa, al sentirlo Valeria abrió los ojos, “papi, ¿voy a morir, no es cierto?… eso te dijeron los médicos, ¿no es verdad?” Le dijo a su padre mientras lo tomaba de la mano, “no mi amor, no vas a morir, Dios que es tan grande no permitiría que pierda a mi princesita… ¿sabes? Eres lo que más he amado en este mundo” le contestó él con la voz entrecortada. “Papá, los que mueren, ¿van al cielo? ¿Pueden ver desde lo alto a las personas más queridas? ¿Sabes si pueden volver?”, “Bueno hijita, no lo sé, pero te prometo algo, si yo muriera no te dejaré sola, estando en el más allá buscaré la manera de comunicarme contigo o en todo caso utilizaría el viento para venir a verte” “¿el viento? ¿Y como harías eso papi?”, “Jajaja… no tengo la menor idea bonita, sólo sé que si algún día muero sentirás que estoy contigo cuando un suave viento roce tu cara y una brisa fresca bese tus mejillas”.

Ese mismo día por la tarde llamaron a Pedrito, el asunto era grave, Valeria, su hija, se estaba muriendo, necesitaban un corazón, pues el de ella sólo resistiría unos quince o veinte días más. “¿Un corazón? ¿Y de dónde saco un corazón?” Se preguntaba desesperado el dibujante más rápido del Parque Chabuca.

El último lunes de ese mismo mes, Valeria cumpliría los quince. El primer lunes por la tarde fue cuando consiguieron por fin un donante… las cosas iban a cambiar a partir de ese momento. Dos días después, Valeria estaba operada, todo sucedió como los médicos esperaban, fue un éxito total, sin embargo, Pedrito no había vuelto al hospital y Valeria lo extrañaba muchísimo, Sarita, su madre, le dijo que todo estaría bien y la abrazó con ternura. Mientras Doña Mercedes, Doña María y la abuela Margarita se ahogaban en lágrimas.

Ya al llegar todos a casa se sentaron en un enorme sofá y su mamá con los ojos llorosos, le entregó a Valeria una carta de su padre:
Valeria, mi gran amor, mi bonita, al momento de leer esta carta, ya debes tener quince años y un corazón fuerte latiendo en tu pecho, esa fue la promesa que le hice a tu madre, ser el héroe de ustedes dos por siempre. No puedes imaginarte ni remotamente cuanto lamento el no estar a tu lado en este instante. Cuando supe que ibas a morir, sentí que yo también moriría contigo, no podía imaginar un mundo sin ti y me preguntaba qué podía hacer, después de tanto pensar y sentir mil cosas dentro de mí, decidí finalmente que la mejor manera de hacer algo por ti, era dar respuesta a una pregunta que me hiciste cuando tenías diez años, ¿recuerdas? Y a la cual no respondí… decidí hacerte el regalo más hermoso que nadie jamás ha hecho… mi corazón. Te regalo mi vida entera sin condición alguna, sólo el que seas feliz, haciendo lo que más te gusta, sintiendo muchas cosas bellas y sabiendo que en el mundo lo más importante es que quieras vivir, vive hija, siempre estaré a tu lado, te amo y siempre te amaré, porque eres lo más grande y hermoso que Dios me ha dado. Tu padre”.
Valeria lloró todo el día y toda la noche, al día siguiente fue al cementerio y se sentó sobre la tumba de su papá y susurró “Papi, ahora comprendo cuánto me amabas, yo también te amo y te honraré para siempre”. En ese instante las copas de los árboles se movieron levemente y cayeron algunas flores. Valeria sintió que un suave viento rozó su cara y una brisa fresca besó sus mejillas, alzó su mirada al cielo con una paz inmensa y dio gracias a Dios por todo eso, se levantó y caminó a casa con la alegría de saber que llevaba en su corazón el amor más grande del mundo.