Un Ninja de pura sangre

Un ninja de pura sangre
Su Blackberry sonó a las once y media de la mañana, el Ninja abrió sus ojos legañosos y se dice en medio de murmuros "ta´madre, quién chucha me llama tan temprano", coge su teléfono que no para de sonar, apenas lee el nombre de la persona que está al otro lado de la línea avienta el aparato hacia un cerro de ropa sucia que se entremezcla con la limpia. En su habitación de grandes dimensiones, en las paredes a manera de papel tapiz tenía pósteres de bailarinas chicheras, teniendo como su favorita Leysi Suárez. También se encontraban su cama de plaza y media, un armario, una pequeña mesita que sirve de soporte para su televisor LCD de 32”, PlayStation, su computadora personal, el Dance Dance Revolution Arcade y otros juguetitos de muchacho de padres ricos. En el piso yacen en medio de cucarachas y arañas calcetines usados y sudorosos que no terminan de secarse enrollados en forma de bolas, es claro que no es un tipo muy ordenado y tampoco permite que la servidumbre invada su privacidad.

Se levantó de la cama, estiró los brazos y bostezó, sintió la boca pastosa y caminó hacia el baño, abrió la ducha y se lavó el cuerpo, así de rápido también se enjuaga la boca. Caminó desnudo por toda su habitación y se paró frente al espejo, desnudo con la toalla en los hombros observó con orgullo aquello que tiene entre las piernas, esa misma dotación que lo llena de virilidad al momento de contar sus inventadas aventuras con mujeres delante de sus amigos. En realidad, poseía una verga envidiable y cada mañana después de la ducha, se miraba el culebrón, en su cara dibujaba una sonrisa y soltaba una carcajada diabólica como agradeciendo aquel regalo divino y diciéndose a sí mismo “Soy un pura sangre, ¡carajo!”.

Posteriormente, se vestía con la ropa que le mandaba su hermana de los Estados Unidos, pantalones a cuadros hasta las rodillas, polos anchos y multicolores, lentes de marco negro y su sombrero negro Pull and Bear. En su billetera inundada de papeles, desordenada como sus cajones, un papel con el autógrafo de un futbolista famoso, tarjetas de crédito expiradas, su documento de identidad y una foto arrugada de él cuando era niño junto a sus padres. Su familia era de las más ricas, hijo de empresarios, dueños de casi media ciudad. Ellos le daban todo lo que él quería y pensando equivocadamente que eso le haría feliz. Demasiado dinero y demasiadas facilidades que lo convirtieron en un reverendo vago.

Hacía lo que le daba la gana y la verdad no le daba la gana de hacer nada. No quería estudiar, no quería postular a ninguna universidad “La universidad es para los pobretones y los huevones”, decía. “Yo ya tengo plata, ¿para qué miércoles voy a estudiar huevadas?". Nadie le obligaba a estudiar, a trabajar ni a hacer nada, dormía hasta el mediodía, comía descontroladamente pero no engordaba, en casa sólo preparaban comida que a él le gustaba.

El Ninja –nadie sabía por qué lo llaman así- no era muy inteligente, no le gustaba el alcohol y mucho menos las drogas, era muy impulsivo y sólo tres cosas lo obsesionaban: las mujeres, las pistolas y las motos.

Su mejor amigo, el negro Poroto, el asaltante más avezado de la ciudad, que robaba desde gorras a niños tontos hasta bancos con su fiel amiga, una Colt semiautomática calibre 22, la misma que se compró en el mercado negro junto a una Smith & Wesson Special calibre 38 -que era el juguetito predilecto del Ninja– además de una gran cantidad de municiones.

Al Ninja le encantaba corretear a toda velocidad por las calles montado en su Yamaha R6, la mejor moto de toda la ciudad, provocando suspiros en las jovencitas. No usaba casco, “eso de ponerse casco es para los maricones”. Con Poroto sólo se veía los días que planeaban algún asalto, es que el Ninja, además de las mujeres, las pistolas y las motos, le vacilaba hacer de chico malo y rudo, de disfrazarse de asaltante, vestirse de negro y con una capucha en la cabeza como un verdadero ninja, asaltar un banco y huir a toda velocidad en una de sus motos que mantenía escondida en la casa de Poroto y sólo usaba cada vez que realizaban algún atraco.

Una noche, Poroto llamó al Ninja a su Blackberry, agitado y nervioso: “Estoy cagado cuñao, necesito desaparecerme de la ciudad”. El negro Poroto, una vez más, había violado a una niña de dieciséis años y ya lo estaban buscando. “Necesito plata”, le dijo. El Ninja aceptó ayudarlo, pero con la condición de que realicen un último atraco juntos. Esta vez era a un casino. “¿Quieres plata negro huevón? Pues allá hay, en el tragamonedas”. Él siempre había pensado que esos tipos se hacen millonarios aprovechando de la necesidad de otras personas, llenándose los bolsillos con el dinero de los malditos ludópatas. Y así planearon la estrategia, la hora y el día. No quería ni un centavo, el total del botín era para el negro Poroto, además de eso se sumaba lo que el Ninja le iba a dar al final. El Ninja lo hacía por puro morbo, por sentir la adrenalina en sus venas, por el sólo gusto de interpretar al chico malo, por el sólo hecho de tener la oportunidad de usar su S&W 38 que lo hacía sentir omnipotente cuando se lo ponía al cinto. Nunca había disparado a nadie, pero soñaba con hacerlo algún día.

El día elegido para el gran golpe llegó y "el negro", como siempre, antes de un atraco, para darse valor, se empujaba media botella de ron. Exactamente a las once de la noche llegaron al estacionamiento del casino, dejando las motos bien ubicadas y listas para una rápida huida. Se pusieron las capuchas, caminaron decididos hacia la entrada y de manera sincronizada tumbaron de un cabezazo a los dos guardias de seguridad, dejándolos inconscientes en el piso. El Ninja sacó su calibre 38, apuntó al aire y dijo engrosando la voz: “Muy bien señores, señoras y señoritas bonitas… esto es un asalto, por favor no hagan nada loco que yo no haría”. Poroto se acercó a la cajera: “Dame toda la plata, cholita rica”, le decía apuntando con su arma y con ojos enfermizos mirándole las tetas, mientras que ella ponía en la bolsa todos los fajos de billetes que había en la caja. El Ninja disfrutaba con este momento, le parecía más emocionante robar un casino, que un banco, más que todo porque en los bancos no habían chicas tan guapas como hay en un casino. Una vez con la bolsa llena de billetes, el Ninja y el negro Poroto salieron a paso ligero dejando a los guardias tirados sangrando en el piso y algunos clientes asustados, inmóviles, agachados y cubriéndose la cabeza por si este par de locos empezaban a meter tiros por todos lados. Luego todavía con las capuchas puestas se subieron a las motos al mismo tiempo en que sonaban las alarmas y emprendieron el escape a toda velocidad.

A cinco cuadras del atraco se cruzaron con dos patrullas policiales, al percatarse de la velocidad de las moto, de la temeridad y las capuchas en las cabezas de sus pilotos, no dudaron en acelerar y perseguirlos. El negro Poroto, al escuchar las sirenas de las patrullas, aterrado dijo “Puta madre nos cagamos”. El Ninja confiado en su destreza y de la potencia de su maquinón, manejaba con una sola mano y con la izquierda en el cinto frotando su arma, relamiéndose y pensando que esa misma noche volaría al menos una cabeza.

Después de más de media hora de persecución, el Ninja logró escapar y esconderse de los policías. Por otro lado el negro Poroto, embebido como estaba no corrió la misma suerte, una patrulla policial se le puso delante en un cruce, tan repentinamente fue la aparición de los policías que "el negro" terminó estrellando la moto contra el carro y volando por encima hasta caer sobre el pavimento, quedando su Cold 22 tirado en la pista.

Esa misma noche en la comisaría, "el negro" delató al Ninja como cómplice del atraco. Un policía corrupto, uno de lo tantos al que el Ninja regalaba dinero a cambio de favores, le pasó el dato de que Poroto lo había traicionado. El Ninja habló con el comisario y acordaron en que él le entregaría el botín para que se repartieran entre los que hicieron la captura, a cambio de que se quedaran con la boca cerrada y dejaran en libertad al negro Poroto.

Para las tres de la mañana "el negro" ya estaba en libertad. El Ninja lo esperaba a unas cuadras de la comisaría “Vamos a dar un paseo, negrito” le dijo al verlo. Llagaron hasta la pista de aterrizaje del aeropuerto viejo, apagó la moto y el Ninja miró fijamente al negro, lo miró con rabia, con ira pura. Sacó su muñequita de calibre 38 y le apuntó directamente en medio de los ojos y para meterle miedo le dijo: “Yo soy un pura sangre, quien nace pura sangre no conoce la ternura, ni tampoco el llanto, ni la mentira y mucho menos la traición. Te cagaste negro bocón”. En medio del silencio, apretó el gatillo sin dudarlo, sin que le temblara el pulso y luego vio como la cabeza del negro Poroto estalló y su cuerpo caía como un saco de papas sangrante desparramado sobre la pista de aquel aeropuerto abandonado.

Era mediodía y el Ninja abrió sus ojos legañosos, como todos los días se levantó de la cama, abrió la ducha y se lavó el cuerpo rápidamente, caminó desnudo por toda su habitación y se miró el culebrón frente al espejo y orgulloso se dijo: “Eres un pura sangre, ¡carajo!”.